test

Ok

En poursuivant votre navigation sur ce site, vous acceptez l'utilisation de cookies. Ces derniers assurent le bon fonctionnement de nos services. En savoir plus.

30/06/2012

Hans Fallada en el 23 de noviembre de 1944

Estas lineas viennen de "En mi pais desconocido", publicado por Seix Barral

image-189829-galleryV9-spkf.jpg

23.IX.44. En un día de enero del año [1933] mi buen edito R.[owohlt] y yo disfrutábamos en el restaurante Schlichter de Berlín de una alegre cena. Nos acompañaban nuestras esposas y algunas buenas botellas de vino de Franconia. Estábamos, como se suele decir, saciados de buen vino, y además en esta ocasión había tenido un buen efecto sobre nosotros. Cuando se trataba de mí uno no podía estar siempre seguro. Era totalmente imprevisible cómo infl uía en mí el vino, la mayoría de las veces me convertía en un camorrista, un egotista y un fanfarrón. Sin embargo, esa noche no tuvo ese efecto y me invadió un humor alegre y algo burlón. Así que renuncié en la figura del mejor compañero R., al cual el alcohol estaba transformando cada vez más en un enorme tragón de cien kilos de peso. Estaba sentado a la mesa, transpirando alcohol por cada uno de los poros de su cuerpo, como un moloch que echaba fuego por el rostro, aunque se trataba de un moloch contento y saciado, mientras yo contaba de la mejor manera mis divertimentos y pequeñas historias, que incluso hacían reír de todo corazón a la buena de mi esposa, a pesar de que ya había oído por lo menos cien veces estas anécdotas. R. había alcanzado ese estado en el que su conciencia le dictaba en ocasiones realizar también su aportación para divertimento de los presentes: en ocasiones hacía que el camarero le trajera una copa de champán, que él aplastaba con sus dientes y se comía entera trozo a trozo, a excepción del pie, para horror de las señoras, que no cabían en su asombro por que no se cortara ni siquiera un poco. Una vez yo mismo vi cómo R. topó con su maestro a la hora de devorar cristal, casi parecía un caníbal. Pidió que le trajeran una copa de champán, un hombre silencioso y dulce junto a él hizo lo mismo. Rowohlt se comió la copa, el dulce hombre lo imitó. Rowohlt le dijo, agradable:

—¡Bien! ¡Eso me ha gustado!

Juntó las manos sobre el vientre y miró con gesto triunfante a su alrededor, el dulce hombre se dirigió a él. Señaló con el dedo el pie desnudo de la copa que había frente a R. En tono de reproche le preguntó:

—¿Y no se va a comer usted el pie de la copa, señor Rowohlt? ¡Pero si es lo mejor!

Dicho esto se lo comió ante el público que se partía de la risa. ¡Sin embargo, R., cuyo éxito le había matado, estaba rabioso y nunca le perdonó al dulce hombre esa derrota! Dicho sea de paso, uno no debería llevarse a engaño con R.: aunque era el bebedor más tierno y pareciera que apenas podía ver a través de las rendijas de sus ojos, estaba completamente despierto, ¡y se daba cuenta de que se trataba de algo horroroso! En una ocasión en que se encontraba en este estado de embriaguez quise, en mi desconocimiento de su verdadero estado y en un momento en el que tenía un apuro de dinero, tomarle un poco el pelo y cerrar con él un contrato especialmente beneficioso para mí. Aún nos veo a ambos sentano allí cubriendo los menús con interminables columnas de números. Finalmente cerramos el acuerdo en un estado de festiva embriaguez y yo me reí para mis adentros por haber podido engañar finalmente a un hombre de negozio tan listo como él, ¡aunque naturalmente el resultado fue que el que había caído en la trampa había sido yo, y de qué manera! Más adelante el mismo Rowohlt estaba tan asustado con ese contrato que él mismo me devolvió la mayor parte de lo que me había robado.

Sin embargo, esa noche no se procedió a devorar cristal ni a hacer negocios. Esa noche reinaba un ambiente agradable y de satisfacción. Ya nos habíamos comido las deliciosas ensaladas heladas del Schlichter, su bouillabaisse, sus filetes Stroganoff , sus insuperables viejos quesos holandeses; nos habíamos calentado de vez en cuando el estómago con vino, con cierto regusto a frambuesa, y observábamos los pequeños hornillos de alcohol bajo nuestras cuatro cafeteras, que nos calentaban el café, mientras de vez en cuando bebíamos pausadamente, disfrutándolo, un sorbo generoso de vino. La verdad es que teníamos la oportunidad de estar satisfechos con nosotros y con nuestro trabajo. Ya teníamos a nuestras espaldas el «éxito mundial» de Pequeño hombre,como todos los éxitos mundiales ya reemplazado como siempre por uno aún mayor, ahora ya no recuerdo si fue La buena tierra de la Pearl Buck,o Lo que el viento se llevó de la Mitchell.Desde entonces yo había escrito Wir hatten mal ein Kind, que no gustó a la gente aunque a su autor sí le gustaba mucho, y estaba ahora trabajando en la «escudilla de hojalata». Quizá tampoco la «escudilla » se convertiría en un éxito mundial, para ello se necesitaba tiempo, para todo se necesita tiempo. Lo más sencillo era conseguir un éxito a escala mundial, sólo hacía falta desearlo. Por el momento estaba ocupado en otras cosas que me interesaban mucho: si algún día me interesara conseguir un éxito mundial lo conseguiría sin ninguna dificultad.

Rowohlt escuchaba esta exposición más embriagada que para ser tomada realmente en serio asintiendo con la cabeza de forma casi ceremoniosa y confirmaba mis palabras con un eventual «Así es» o «Tiene usted toda la razón, padrecito». Nuestras valientes mujeres estaban ya un poco hartas de tener que escuchar continuamente en labios del famoso autor y su famoso editor esas palabras de pura sabiduría, así que se dedicaron a hablar de cuestiones de economía, hijos y educación y cuchicheaban en voz baja al otro extremo de la mesa. Lenta y olorosamente se precipitaban las primeras gotas del moca en las tacitas colocadas bajo los pitorros… En esta situación completamente acogedora, un camarero alterado se abalanzó en el local y nos recordó que fuera de nuestro mundo privado perfectamente ordenado existía un mundo exterior mucho más grande, en el que ahora mismo las cosas estaban más que agitadas. El hombre se precipitó en cada uno de los espacios del local gritando:

—¡El Reichstag es pasto de las llamas! ¡El Reichstag está en llamas! ¡Los comunistas le han prendido fuego!

Eso nos insufl ó vida a ambos. Saltamos de nuestros asientos, en nuestros ojos se refl ejó el entendimiento mutuo y llamamos gritando a un camarero:

—¡Ganimedes! —le gritamos a ese joven del Lúculo—. ¡Consíganos ahora mismo un taxi! ¡Queremos ir al Reichstag! ¡Queremos ayudar a G.[öring] a jugar con el fuego!

Nuestras buenas mujeres se pusieron blancas del susto. G. llevaba sólo unos cuantos días en el poder y los campos de concentración aún no habían hecho su aparición, pero la fama que [precedía a] los señores, que ahora se habían hecho con el timón de Alemania, no era tal que se les pudiera considerar unos mansos corderos. Aún puedo ver la escena confusa e inquietante, aunque ridícula, frente a mí: ambos poseídos por un verdadero furor teutonicus, mirándonos a los ojos y gritando que queremos jugar también con el fuego como sea; nuestras mujeres pálidas del susto, que intentan apaciguarnos y que nos quieren sacar de ese local como sea, ya que tiene fama de simpatizar con los n., mientras en la puerta un camarero apunta algo rápidamente en su libro de cuentas, y que tal como nosotros desprendemos del aplauso divertido de los asistentes, se trata de todas nuestras fanfarronadas. Finalmente nuestras mujeres consiguen sacarnos del local, salir a la calle y meternos en un coche, supongo que bajo el pretexto de ver junto con nosotros el incendiado edifi cio del Reichstag. Sin embargo, no fuimos juntos hasta allí, sino que primero dejamos a Rowohlt y a su mujer en su casa y después el coche se dirigió en un largo viaje hacia el este, donde por aquel entonces yo vivía con mi mujer y nuestro único hijo en un pequeño pueblo a orillas del Spree. Las tiernas palabras de mi mujer me habían tranquilizado mientras tanto de tal manera que al pasar junto al Reichstag, ya sin los deseos incendiarios, no alcancé a ver las llamas que infl amaban la cúpula del Parlamento, esa inquietante señal al principio del camino hacia el Tercer Reich. Ya nos fue bien que nuestras mujeres nos acompañaran esa noche, pues en caso contrario nuestra labor y, claro está, nuestra vida, habría llegado a su fin ese día de enero del 33 y este libro no se hubiera escrito nunca. Tampoco volvimos a saber nunca más del jefe de camareros que no dejaba de tomar notas, y que durante algunos días nos asustó horrores: seguramente sólo estaba cerrando rápidamente las cuentas de todas las mesas que se le iban al mismo tiempo.