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10/09/2016

Matarse a beber

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CREADORES ENTRE REJAS

Hans Fallada

La novela de matarse a beber

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04/08/2016 11:27

Hans Fallada (1893-1947) era un niño pálido y hermético que jamás cayó en la tentación de hacerse el simpático. Pasó la infancia escuchando las homilías de un padre juez que recitaba leyes intentando despertar en la camada el gusto por ese raro fondo romántico del código penal. A Hans le gustaban más las leyendas de los héroes antisociales. No sabía andar por la vida con cuidado. Tampoco se llamaba Hans Fallada (nombre armado a partir de dos personajes de los hermanos Grimm). En su cédula de identidad ponía esto: Rudolf Wilhelm Friedrich Ditzen. Un alemán volcado hacia dentro que apenas dejaba huella. Sería injusto decir que era malo, tan sólo resultaba sospechoso por su misma rareza. Y en ese camino la existencia se le torció pronto.

A los 16 años los padres le cazaron un puñado de cartas de amor aceitosas escondidas en una caja y consideraron que el demonio se estaba apoderando del chico y de la casa. Lo enviaron a un internado y allí aprendió a sublimar, con su conducta esquinada, las frustraciones de estar jodido por obra y gracia de unos padres imbuidos de estúpido afán redentor. Hans Fallada sufría a plazo fijo hasta que ya instalado en su propia extrañeza llegó el campanazo de rebeldía consagrándose para los otros como un tarado: el 17 de octubre de 1911 pactó con su único amigo, Hanns Dietrich von Necker, un suicidio conjunto disfrazado de duelo. El azar hizo que sólo cayese el colega y Fallada saliera malherido. Cuando pudo mantenerse en pie la policía lo arrestó por homicidio, lo plantaron en prisión y a las pocas semanas le abrieron ficha en el hospital psiquiátrico de la zona. De allí salió convencido de enrolarse en la Primera Guerra Mundial y aprendió a potenciar con destreza los globazos que da el mezclar alcohol y morfina. En el Ejército lo rechazaron y ese fracaso sumó más bebida y más opio a su aventura, mientras en cada resaca se le afilaba un poco el hocico de ratón averiado.

Sin amigos y sin guerra, Fallada se puso a escribir. Las dos primeras novelas sufrieron esa forma de castigo tan sutil que supone no ser ni reseñadas. Se presentaba con cara de cobrador de seguros en empleos de poca monta y al poco de estar contratado iba la policía a buscarle por algún desfalco perpetrado para mantener el vicio. Entró y salió de la cárcel con la idea fija de mudarse al campo afianzando su aspecto de ciudadano poco sofisticado. Se casó y tuvo hijos. Se acostumbró a vivir fuera de sitio y continuó escribiendo hasta que en 1930 entró el triunfo en su jaula de clase media rural. Un libro lo situó en el lugar del best sellerPequeño hombre, ¿y ahora qué? Fallada pasó a tener estatus: era un borracho sentado en el tresillo de un piso bien reformado en Berlín y su editor lo empleó a tiempo parcial para explotar la veta de literatura que había encontrado.

No era un hombre malvado. Tan sólo un sujeto de suerte algo raída y con los rituales de la adicción en plena forma. Escribía con furia. Comenzó ejercitándose en novelas de crítica social. De un realismo incisivo. Una literatura inquietante y abrasiva. De sus cuatro hijos murieron dos y eso fue horadando el ánimo de este hombre que no hizo nada por parecerse a todos nosotros. Bebía, escribía, y en 1944, ya separado de su mujer, la lio a tiros contra ella (aunque no acertó ni uno). Regresó a prisión y de ahí al psiquiátrico de nuevo, donde volvieron a vestirlo y a domarlo como a uno de los suyos. En la clínica pasaba las horas leyendo hasta que encontró una novia más joven que también tenía alma de matadero y apetito de opio. Se casaron al poco tiempo.

Fallada no era un asesino, sino un borracho desesperadísimo y propietario de una escritura que sigue manteniéndose sin apoyos. El mal encierra una mecánica de la que Hans Fallada no sabe demasiado. Tan sólo tramaba una venganza contra su triste leyenda de zumbado: escribir mejor que casi todos. Pero escogió un mal momento. El azufre del nazismo le cayó por los dos costados acuñándole una peor fama de la que ya soportaba. Para los creadores que huyeron de Hitler y sus perros era un tipo que pese a estar contra el III Reich aceptó silencios y humillaciones por quedarse en casa (Thomas Mann, que escapó de tanta bestialidad, encabezaba esta sinfonía crítica). Para los nazis era un elemento de poco fiar que perpetraba libros de muy dudoso fervor nacional. Le llamaban "pornógrafo de mala fama". Hans Fallada no tenía opción de huida. Tan sólo le quedaba permanecer en el sitio con una cierta cortesía de rellano y sin llamar la atención.

La cárcel le dejó cicatrices que asomaban de cualquier manera cuando menos lo esperaba. En prisión escribió dos libros excelentes: En mi país desconocido. Diario de la cárcel 1944 y El bebedor (ambos publicados en España por Seix Barral). Son piezas intensísimas. Turbulentas. Desgarradas. Ambas con un alto grado de desaliento. Son la biografía químicamente pura de Hans Fallada. La confesión de una derrota o de una devastación. Este hombre sólo estuvo entretenido con la literatura, lo demás fue el resultado de mezclar tristezas con infiernos. Los últimos años de Fallada son los de alguien que está alojado en ningún sitio, sometido a los rigores del olvido. Y los pocos que lo recordaban era para odiarlo. Pisó todas las rayas prohibidas impulsado por un fondo de moral primitiva que lo situaba antes en el lugar de los suicidas militantes que de los asesinos. Pero hasta en esto tuvo mala suerte. Sus últimas piezas están impregnadas de esa furia psíquica de quien lo ha perdido todo y apoya el cráneo en lo duro de cualquier banco de calle hasta que alguien se acerque a darle la extremaunción.

Hans Fallada no fue un maldito de diseño, sino un paisano que se masacró lentamente con la punta del plumín porque no conocía otra fórmula mejor que la literatura para trocearse a sí mismo. En un último gesto de extravagancia le dio por la política.Se presentó a unas elecciones municipales y degenerando -como el banderillero de Belmonte- llegó a ser alcalde de un pueblo con mucha nieve, Feldberg. Duró unos meses en el cargo. Hans Fallada no era exactamente malo, aunque no le faltaron motivos para serlo. Hasta el último día se mantuvo fiel a sí mismo. Es decir: jamás perdió el instinto ni la vocación de salirse del camino marcado e improvisar un atajo por cualquier bocacalle para matarse a beber.