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07/04/2018

Sobre la difficuldad de escribir segun Hans Fallada

Hans Fallada, Demasiado Íntimo. (Heute Bei unf Zu Haus)

Traducción por Rafael Olivar, Editorial Planeta, Barcelona, Mayo de 1954

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—— CAPITULO 8 —— 

 

¡SILENCIO, QUE VOY A TRABAJAR!

 

Durante unos días le doy vueltas, con tranquilidad aún. En mi cabeza se repite con obstinada regularidad una frase determinada, la primera frase de mi nueva novela. Cuando paseo en compañía del perro o cuando se apaga la luz, durante el sueño, o en mitad de nuestra divertida mesa redonda, se me ocurre la primera escena y empiezo a construirla; hace tiempo ya que, a grandes rasgos, sé muy bien cómo se desarrollará la nueva novela, pero ahora la cabeza trabaja en el primer capítulo, lo cual quiere decir que elabora la introducción de sus personajes. Mi cerebro es terco, incansablemente amasa la materia del primer capítulo.

Disgustado con él, le digo:

— ¡Si, yo la sé, querido! Pero! piensa ya en el segundo capítulo!

No quiere; se obstina en el primer capítulo; hasta que esté escrito se negará a reflexionar acerca del segundo. Por lo tanto, debo ponerme a escribir el primero.

Me armo de todo mi valor y aprovecho un instante en que me encuentro solo con Suse para decirle:

— Oye, Suse; me parece que empezaré a trabajar de nuevo...

— ¡Dios mío! — exclama, y me mira aterrorizada —.

¿Otra vez, muchacho? ¡Y me habías prometido que en esta ocasión descansarías por lo menos un trimestre! La última, vez, cuando terminaste, estabas agotado.

— Sí, lo sé — reconozco, pleno de culpa —. Esta vez quería descansar de verdad. Pero lo cierto es que, de pronto, mi cabeza se ha puesto a trabajar; y conste que yo no la quería. Y ahora me está siempre predicando el mismo texto. Si no me pongo a escribirlo se consumirá, y lo habré perdido para siempre.

— ¡Pues deja que se pierda? — exclama Suse —. A ti siempre se te ocurre algo nuevo. Lo que necesitas es reposar de veras. ¡No descansas entre un trabajo y otro!

— Suse —le digo con reproche —, ¡no digas eso! He descansado tres semanas. En esas tres semanas he hecho todo lo que quedaba por hacer. He redactado el balance de la producción, y la Caja está al día. He ordenado los libios de nuevo, y el catálogo está al corriente, lo mismo que el catálogo de discos de gramófono. Todas las fotos están pegadas y todos los anuarios ordenados. He repasado el conmutador de tu habitación y he pescado en el sumidero la cucharita de plata que tiró Joaquín. Mis abejas están bien cuidadas y ya he trazado el plan para el próximo año. Además, he encargado los abonos químicos. La carpeta de la correspondencia está vacía; y no sé de nadie a quien tenga que escribir. Suse — le digo implorando —, sin trabajo me considero el hombre más superfluo del mundo. ¡Necesito trabajar de nuevo!

— ¡Pero también necesitas reposar? Échate en la mecedora, al sol, y lee un libro. Báñate. Sal con los niños a pasear. Goza de unas vacaciones como toda persona sensata debe hacerlo.

— Pero ese tema me da vueltas en la cabeza — contesto yo con tozudez—; se trata de un tema muy sugestivo, que no querría perder.

— ¡Pero si no lo perderás! — insiste Suse—. Si no puedes quedarte en casa, sal de viaje; hace mucho tiempo que tu madre te escribió preguntando por qué no ibas a verla. Dos años hace que no has estado a su lado.

— ¡Oh, viajar! Ya sabea que me aburro en los viajes, no puedo con tanta gente. Y además, siempre hablar de lo mismo... No, aquí, en este rincón me siento mucho mejor. Tendría que empezar a trabajar.

— Claro — dice Suse, amargada —. Tú tendrías que empezar a trabajar y yo se que todas la palabras serán baldías, si verdaderamente te lo has metido entre ceja y ceja. Pero cuando hayas terminado, volverás a padecer y tendré que llevarte a un sanatorio…

— ¡Esta vez no! — exclamo con victoriosa seguridad —. Sera una novelita de unas trescientas cincuenta páginas o todo lo más cuatrocientas. He pensado, Suse—prosigo a toda prisa —, mejor dicho, he calculado mi tarea diaria en unas seis páginas. De este modo, por la mañanas podré continuar con mis paseos en compañía del perro y tendré las tarde libres para los pequeños arreglos. Un plan de trabajo muy cómodo.

— Lo de seis páginas diarias, — dice Suse — lo oigo a cada nueva novela que empiezas, y nunca has cumplido la palabra. Al final, llegas a escribir veinte páginas y hasta veinticinco, y sin poder dormir.

— Pero, Suse...— le digo reflexionando, con una sonrisa a flor de labio —. Eso no me pasará con esta novelita. Si quisiera escribir veinte páginas diarias, terminaría en quince días. ¡Yo no hago eso!

— ¡Ah, tienes muy buen pico — dice Suse, enfadada—. A quien no se le puede aconsejar, no se le puede ayudar. ¿Cuándo quieres empezar?

— Había pensado.. mañana.

— ¿Y en qué habitación piensas trabajar?

— En la habitación del balcón. Es la más tranquila. Desde allí no se oye nada del patio ni de la Cocina.

— Pero si alguien va al huerto, te molestará.

—Esta vez la cosa no irá tan mal. Seis páginas como tarea diaria es una bagatela para mí. En este momento no soy tan sensible a los ruidos y duermo mejor.

— Está bien — concede Suse —. Enteraré a toda la casa de que mañana empezarás a trabajar. No creo que se pongan muy contentos...

Con el corazón aliviado me dedico a mi futuro trabajo y empiezo a instalarme. La conversación con Suse pertenece ya al pasado; estamos de acuerdo en que volveré a trabajar. Gracias a Dios, lo más difícil ha pasado ya.

Estoy convencido de la verdad le cuanto le he dicho: de las seis páginas diarias, de la novelita, de la escasa sensibilidad por los ruidos y del buen sueño. Todo lo he dicho con la mejor buena fe, no he titubeado ni un segundo. Me siento con la cabeza despejada y ansioso de ponerme a trabajar.

No obstante, todo esto lo he dicho sin un interior convencimiento. Tengo la esperanza de que todo se desarrollará según mis deseos, porque odio, en efecto, sentirme enfermo después de acabar una novela y que me lleven a un sanatorio por no poder conciliar e. sueño. Temo el estado de sobreexcitación que me pone angustioso ante una mosca que corra por la pared.

Pero en mi fuero interno sé que tal vez la cosa se desarrolle de manera muy diversa. Creo que se tratará de una novelita de trescientas cincuenta páginas. Pero no lo sé de fijo. Yo mí lo espero, pero la experiencia me ha demostrado que un cuento cinematográfico planeado para unas ciento cincuenta páginas se ha transformado en una novela de setecientas cincuenta. El tema lo erigía; yo me coloco siempre bajo la ley del tema y obedezco ordenes superiores.

Pienso liberarme aquí de pasar por un poeta inspirado por los dioses, el cual, con los ojos rodando en la locura, poetiza iluminado por el cielo. Yo sé que soy un escritor de libros, como tanto otros. Pero cada uno tiene su especial maneja de trabajar, y si yo no indicara cuál es la mía, este informe de la vida, “demasiado intimo”, sería del todo incomprensible. Le faltaría lo más importante, y no referente a mí, porque resulta que mi manera de trabajar, la que la Naturaleza me ha condenado a seguir, pesa sobre todos los miembros del hogar. Ahora, hoy, explico en qué consiste esa manera de trabajar, que probablemente será siempre la misma mientras pueda sostener una pluma en mi mano.

Hay felices colegas que escriben cuando el tiempo y la ocasión se les presenta. Luego lo dejan, reposan, hablan con otros, siguen alguna aventura y vuelven a escribir. Y existen otros felices colegas que hasta se sientan ante la máquina de escribir y son capaces de “teclear poesía”, siguen tecleando alegres y con tipos de imprenta se desenvuelve el vals de la novela.

Yo no sé nada de eso. Soy un viejo asno de trabajo. Si me pongo a trabajar, he de hacerlo todos los días que me lo permita Dios, escribir mi obligada tarea, por lo menos mi obligada tarea. Tanto si llueve como si brilla el sol. Tanto si mi hijo está enfermo como si me peleo con Suse, o si algunos visitantes vienen a verme… Todo me es indiferente ; lo primero es la tarea diaria. Y aun cuando deba robarme el tiempo, aun cuando tenga que levantarme a las dos de la madrugada, aunque me falte el aliento para trabajar, ésta es la ley más dura e inflexible de mi vida, quizá la única ley que nunca he quebrantado: ¡he de escribir la tarea impuesta!

Pero a este propósito hay mucho que hablar; hoy no he empezado aún a trabajar, estoy todavía en los preparativos. He dicho que mi conversación con Suse so había desarrollado con la mejor buena fe. Pero lo que ahora hago quizá sea una ilusión. Busco el papel en el que tendrá que escribir la obra. hay muchas clases de papel pura escribir, pero se pueden dividir en dos grandes clases: papel rayado y papel sin rayar. Por razones que no puedo explicar, tengo la intención de escribir esta novela en papel rayado, y me pongo a revolver en mi depósito de papel. Encuentro un muy aceptable papel, de un tono amarillento, que irá muy bien para mi vista cansada, y además, en tamaño cuarto, sin márgenes, y no « Din » (abreviatura de Deutsche Industrie-Normung) tamaño corriente de papel en Alemania.

Pero las líneas están demasiado separadas, escribir seis páginas de éstas al día sería ridículo. Para un trabajo así no vale la pena empezarlo. Al fin encuentro un papel de líneas más juntas; las cuento, y en verdad que bailo seis más, lo que significa una ganancia de un quinto con res pecto al otro papel.

Las horas empleadas en los preparativos para la nueva novela son las más felices de mi vida. Lo que desde hace días, y con frecuencia desde hace semanas; canta en mi cabeza, mañana logrará forma. Seguiré adelante y podré reflexionar en el próximo capítulo. Taladro papel de escribir y con una regla y una cinta métrica trazo en cada página una limpia línea a lápiz, que me proporciona espacio para las mejoras e intercalaciones.

A continuación escojo un clasificador para el trabajo. Cada libro exige un color determinado. Estas Memorias piden una cubierta azul; « Entonces, en nuestro hogar » estaba forrada de un verde reseda; « Lobo entre los lobos » lo estuvo, como es lógico, bajo un color rojo vivo.

Después cojo las fichas, las queridas fichas. En una de ellas escribo « Nombres de los personajes ». Conozco todo un montón de nombres de la nueva novela, y con gran cuidado los escribo en la ficha. En la segunda irán los nombres de lugares, de los que ya sé algunos. La tercera ficha contendrá los títulos de los capítulos, de los que ya conozco uno. En ella seguiré escribiendo.

Y ahora viene la cuarta, la más importante. En ella escribo « Calendario del trabajo ». Con sumo cuidado trazo líneas y cuadros. Empezando por la fecha de mañana escribo las de todos los días en los próximos dos meses. Detrás de cada fecha se ve un cuadro libre, que se llenará con el número de los páginas escritas cada día. Y cada semana se verifica la suma total, y la suma semanal ha de ser regular. Las cifras diarias podrán avanzar o retroceder, pero la suma semanal tendrá que ser inexorable.

¡Qué pedante soy! Lo sé; pero quizá se deba a los muchos años de mi vida que he despilfarrado, y durante los cuales so he sido más que un hombre inactivo, que a las diez de la mañana aun contemplaba el techo de su habitación. Ahora odio la holgazanería. Me pongo limites, levanto cercas, y me creo obligaciones. ¡Soy negrero y esclavo en una misma persona! Estos cuadros, vacíos, me mirarán llenos de reproche; uno solo que deje vacío me dirá que he holgazaneado un día. En tal caso, todo el calendario se sentiría avergonzado. ¡ni pensarlo ¡

Tan pronto como he limpiado la pluma estilográfica y la he llenado, preparo un nuevo secante, y viene a continuación el trabajo final, que corona todos los preparativos: escribo el título de la nueva novela. Arriba pongo « Hans Fallada »; a continuación viene el título; y luego, una línea más abajo, sigue la palabra « Novela », y debajo « Editorial Rowohlt, Stuttgart-Berlín ».

Me miro al espejo, siento latir el corazón y me considero feliz.

Después escribo debajo de todo y a la izquierda: « Empezada el... », debajo « Terminada el... »; no pongo la fecha de « Empezada », aunque sé que mañana empezaré. No, de ninguna manera; eso no lo hago yo. Aún no he empezado... podría romperme el brazo, podría asaltarme un dolor de muelas, se podría incendiar la casa... No; la fecha todavía no. Si la escribiera hoy, estoy seguro de que sucede ría algo, y mañana no podría empezar. ¡En estas cosas soy terriblemente supersticioso!

Aún me entretengo en llenar mí tabaquera con un tabaco especial y excelente… para mañana. Mañana es día de fiesta, mañana empiezo; por lo tanto, mañana tendré que fumar algo selecto. Con toda suavidad cierro la puerta de mi habitación de trabajo. Todo está preparado. ¡Mañana...!

Mientras tanto, Suse ha dado la noticia a todos los miembros de la casa. Ha dicho que mañana empezaré a trabajar, y no puedo afirmar que la noticia haya sido recibida con alegría.

— ¡Cielo santo! — ha exclamad Fridolín —. ¡Ya no podré cantar mientras lave la ropa!

Y Edeltraud:

— Cuando pienso en las escaleras! ¡Tener que subirlas siempre sin zapatos, para que no crujan!

Y de nuevo Friedel:

—!Y « Plischi », que en estos últimos tiempos se ha acostumbrado a ladrar! Basta con acercarse a la forja para que empiece con sus aullidos.

Mi esposa tranquiliza los ánimos excitados:

—En esta ocasión, mi marido sólo quiere escribir una novela pequeña ya lo sumo trabajará das o tres horas diarias. Es seguro que podréis cantar mientras lavéis, y en cuanto a lo de las escaleras, no será tan grave. Si se sube como es debido, y se salta el tercer escalón de arriba, ya no crujen... De « Plischi », me encargo yo.

Luego se dirige a Mosquita:

— Bueno, Mosquita; ya lo has oído: mañana vuelve a trabajar tu padre. Os está prohibido el patio de delante; tendréis que jugar detrás del granero. Y cuando estéis en el huerto, nada de meter ruido.

A lo que Mosquita responde, llorosa:

— Pero, mamaíta, cuando nos columpiamos tenemos que gritar. Y cuanto más alto nos columpiamos, más fuertes han de ser los gritos.

Sin compasión alguna, Suse responde:

—Pues lo mejor será que durante una temporada no os columpiéis. Ya sabes, Mosquita, que si papá se enfada, os quitará el columpio y ya no lo veréis. Por lo tanto, será preferible que lo penséis antes.

A continuación, Suse coge la alcuza y engrasa todas las puertas para que cierren con suavidad.

Me despierto. Afuera, el cielo es todavía gris y los pájaros inician sus cantos. Miro el reloj, y aún no son las tres y media. ¿Cómo se explica que hoy me haya despertado tan pronto? Últimamente dormía muy satisfecho y raras veces me despertaba antes de las cinco.

Pero recuerdo que hoy es mi primer día de trabajo. Siento la cabera despejada, me repito por enésima vez las primeras frases y paso revista a toda la materia del primer capítulo. Todo está preparado, y una interna alegría salta en mi alma.

Durante un momento continúo echado cómodamente, pero se me ocurre pensar que aún faltan dos horas para que se levanten las muchachas y para que la casa se ponga en movimiento. ¿Habré de quedarme aquí aburrido? ¡Pero si es una feliz casualidad que eu este primer día haya despertado tan temprano! A las seis ya podré haber ejecutado una gran parte de mi tarea diaria. ¡Hoy nadie notará que trabajo! ¡Y podrán cantar y golpear las puertas tanto como quieran!

Quince minutos después me siento en mi escritorio. En la primera hoja en blanco escribo aquellas primeras frases que durante tanto tiempo han estado alojadas en el cerebro. Las escribo despacio, con mi más hermosa letra de colegial, que cualquier niño podría leer.

Pero al escribir estas primeras y tan conocidas frases, me ocurre algo raro. Al redactar la segunda, observo que falta ilación; por lo menos tendré que intercalar un párrafo antes de redactar la tercera frase. De lo contrario, el lector no entendería la situación.

Siempre me ocurre lo mismo, y, no obstante, vuelvo a incurrir en la misma falta. Pienso: esta ve, he acertado en el conjunto; pero es que sólo puedo pensar cuando escribo. Únicamente al dejar correr la pluma con ni pesada mano se me ocurren aquellas súbitas ideas, que son como inspiraciones del cielo, que le hacen a uno feliz, que empujan a la admiración y acrecen el ánimo. Y entonces pienso: « En verdad algo hay en mí. Algo llamee todavía. después de tanto escribir bajo las cenizas de tanta habilidad manual y de tanta rutina. La alegría que ahora siento también la sentirá el lector, y el dolor que ahora me araña a él también le dolerá. »

Mientras escribo estas ideas súbitas y sorprendentes, observo cómo se me han ocurrido. Nunca he pensado en ellas, pero en el subconsciente mi cerebro ha ido tejiendo los hilos que yo imaginé. Con frecuencia me he acostado desesperado: no sabía cómo continuar al día siguiente. La situación era tan enmarañada, que ni reflexionando sabia cómo iniciaría su acción mí héroe.

Contrariado aún, despertaba a una hora extemporánea y seguía sin saber cómo llevaría adelante la narración. Consideraba inútil trabajar aquel día, porque primero tenía que aclarar la escena. Pero aquel acerado deber, aquella tarea diaria, aquellas páginas que tenía que escribir eran una obligación, y debía cumplir con ella aunque salieran disparates. En tales ocasiones no me ayuda Dios; el número manda. Y me siento a escribir. Contrariado, escribo un párrafo; luego otro y, de pronto, la mano empieza a escribir cada vea más de prisa. Primero un rayo y luego otro; de pronto, todo el camino se presenta claro ante mí. ¡Cielo santo, en eso no había pensado nunca, nunca se me había ocurrido!

¡Pero ya se me ha ocurrido, a mí solo! No he hablado una sola palabra con nadie acerca de mis notas, ni con Suse. Mi bueno y honrado cerebro lo ha hecho todo para mí, mientras dormía. No tenía que haberme preocupado, y anoche no era necesario mostrarse tan arisco con la familia. Siempre encuentro la continuación; de eso se preocupa mi cabeza. Como es natural, durante estos días mi sueño es muy ligero, porque el cerebro sigue trabajando y nunca reposa. Pero ya nos arreglaremos, será una breve temporada, quizá dos meses. A continuación, quiero reposar de verdad y dormir profundamente durante muchas semanas. ¡Esta vez haré una pausa mínima de tres meses!

Estoy por admitir que esas ideas súbitas, esas inspiraciones de lo alto son las que impulsan a mis lectores a decir que mis libros son « excitantes ». Si ni por una vez el autor deja de saber de la noche a la mañana cómo seguirá la acción de su libro... ¿cómo podrá adivinarlo el lector? Cierto que a grandes rasgos yo sé muy bien hacia dónde se dirige la carretera. Conozco los lugares donde se desarrollará el libro. Pero de qué manera llegaré hasta ellos, cómo serán los recodos del camino, qué perspectivas contemplará desde él, qué obstáculos encontraré que no puedo ver por adelantado, y qué me ofrecerá el carácter de los héroes... todo eso no lo sé; ¡todo eso me sorprenderá tanto como al lector!

Podría decir que es una ley de mi creación. Pero aún existe otra ley que debo mencionar, casi igual a la primera. Para el atento lector tal va, no le haya pasado inadvertido que unas cuantas página, antes dije únicamente a mi esposa: « Mañana empezaré a trabajar de nuevo », pero ni una palabra acerca de lo que será el trabajo. Quizá, haya pensado el lector que he dejado este punto por descontado y que por lo menos comunico a mi esposa los planes de mis obras, aunque sea en media docena de palabras; como mínimo, ponerla en antecedentes del tema.

Nada, querido lector; ni una palabra. A nadie. Hoy sabe ella que trabajo en un volumen de recuerdos y que hace medio año una novela me da vuelta, por la cabeza; pero nada más. Lo que escribo, en qué ambiente me muevo, eso lo sé yo únicamente basta que queda escrita la última línea del libro.

Es una ley sagrada e inviolable y está muy arraigada en las profundidades de nuestro pueblo « no debes hablar de quien todavía no ha nacido ». Lo que se me ha ocurrido no es nada, y, por lo tanto, no puedo hablar de ello. Me está prohibido. Es « tabú ». Tengo que estar solo con lo que creo, y quiero pasearme solo con lo que pienso. con lo que nace en mí, con lo que despierta a la vida.

Me han sido concedida, muy escasas dotes de comunicarme por medio de la palabra. Soy yo mismo únicamente cuando tengo la pluma en la mano. Antes, cuando aun no veía muy clara esta ley, podía decir lleno de felicidad: « Oye, Suse; ¡se me ha ocurrido un tema magnífico! ». Y empezaba a explicarlo Por más henchido que estuviera de aquel tema maravilloso, muy pocas cosas sabía explicar. Siempre me ocurría lo misma, y Suse me decía algo preocupada: « Perdona, muchacho; no acierto a explicarme lo que no dice. »

Entonces se me estropeaban los tema.

Pero ya hace mucho tiempo que Suse sabe que yo no sé hablar de lo que escribo. Por eso no me pregunta nada, y parece desinteresada por completo. Al principio, cuando descendía de mi Olimpo, aún solía decirme: « ¿Ha ido bien hoy? »

Pero ahora no me pregunta ni eso. Tal vez me mire de reojo y con rapidez, para enterarse de mi estado de ánimo, pero procurando que yo no lo advierta Ella sabe que soy tan delicado como un huevo crudo. Tan pronto como me preguntas algo acerca del trabajo que llevo entre manos, se me hiela el espíritu y me defiendo de la peor manera. El silencio acerca de lo que se está realizando es algo santo, sagrado, inviolable.

¿He tenido alguna vez la intención de hablar en este capítulo de cosas secretas? He tenido la intención de contar algo acerca del modo como nace en mí una novela, de dar cuenta de mis pedantescos preparativos, de mi circunstanciada manera de trabajar, de las caprichosas anotaciones de este escribiente y de su tiranía, que, por el hecho de escribir una novela, atormenta a todos los miembros de una casa. Deseaba también hacer la parodia de mí mismo.

He escrito ya cosas que rozan lo más íntimo de mi ser y que ponen al descubierto mis secretos más escondidos. Yo, que siempre he combatido las tesis de que el autor nunca debe descubrirse en sus libros con alabanzas, vituperios o aclaraciones, a fin de que cada lector formara su juicio particular... yo, precisamente yo, hablo de mí. No sé aún si estas cosas tan privadas pueden interesar a alguien. Y no sé tampoco si al escribirlas se puede considerar herido mi « tabú ». Finalmente, no sé si daré nunca a leer estas páginas.

Lo único quo sé es que hoy, en esta hora del 4 de mayo de 1942, en un determinado día de la semana, tengo que poner por escrito estas cosas. Ni por fuera ni por dentro me traiciona la sorpresa. En este primavera fría y miserable, hoy es un día frío y miserable. Fuera le casa la gente está sembrando patatas. Varias veces ha estado a punto de nevar. Yo vivo con una sensación de indiferencia, y nada me preocupa. Como el trabajo me proporciona alegría, en una o dos semanas escribiré la última línea de este libro, y otra vez dejaré una obra detrás de mí. Por más que mire alrededor, no encuentre la menor raó para explicarme por qué quebranto todos mis sagrados usos y hablo de cosas tan íntimas. No obstante, lo hago.

Siempre he admirado a un hombre como Knut Hamsun, que nunca ha querido que su vida privada fuera del dominio público. « Vosotros tenéis mis libros », pensaba él. « Dejadme en paz! En mis libros me tenéis con claridad; nadie podría contemplarme así se me mirara con sus ojos. » Nunca se dejaba fotografiar y huía siempre de las visitas. Yo lo comprendo muy bien, y siempre le he tomado como ejemplo.

Pero ahora estoy aquí sentado y hago lo contrario de lo que admiro, lo contrario de lo que hasta el día de hoy era mi norma. En verdad, no sé por qué lo hago. Debo escribir lo, y nada más. Ahí está el papel y aquí estoy yo. Hoy he escrito muchas páginas, y las he escrito con ligereza, como un colegial escribe sus ejercicios. Dentro de cinco minutos cuando haya terminado de escribir esta páginas habré realizado la tarea del día. Recojo las cosas y me dedico a otro trabajo. Lo que escriba mariana, después de lo escrito hoy, no sé en qué consistirá; pero sé que mañana también escribiré mi tarea diaria, tal vez lo que ya he reflexionado, tal vez algo diferente por completo, y que existe en mí sin yo saberlo. Así es, y no de otro modo. No me es posible alterar este estado de cosas; no puedo contentar a nadie ni hacer sufrir a nadie a este respecto. El asunto debe desarrollares tal como el momento lo exige...

Ya hace tiempo que he aclarado el camino y me he apresurado en el trabajo. ¿Se acuerda el lector? Escribo la segunda frase después de haberla reflexionado, y, antes de redactar la tercera, me percato de que es necesario intercalar otras para aclarar la situación. Así, pues, retrocedo.

Escribo el párrafo que hay que intercalar; sucede esto en la mañana de mi primer día de trabajo, poco después de las cuatro. Me siento con la cabeza despejada y bien dispuesto. Redacto la tercera frase y prosigo con calma una página para llenar las demás. Cuando, a las seis, las muchachas empiezan sus tareas, cuando la casa se pone en movimiento, yo he terminado cuatro páginas, ¡y seis constituyen mi tarea impuesta!

Puntualmente, a las siete y cuarto, en esta casa se toma el café. A pesar de que hoy soy yo todo un caballero, con dos tercios de mi tarea diaria ya ejecutados. lanzo más de una mirada intranquila al reloj: ¡Si Suse llegara demasiado tarde! Puntualmente, a las ocho menos cuarto debo reanudar el trabajo.

Al contrario de lo que a mí me pasa, Suse se acuesta muy tarde, y por la mañana le cuesta trabajo salir de la cama. Y come un retraso de dos minutos de la hora acostumbrada para sentaras a la mega es suficiente para ponerme de mal humor, de ahí provienen muchos disgustos. Suse afirma que muchas veces no es posible seguir el horario deuna manera tan rígida. De pronto, tiene que cambiar de vestido a uno de nuestros hijos, o bien Joaquín ha escondido un peine que no se encuentra.

Eu buena lógica, todas estas cosas son excusas sin fundamento, que a mí no me convencen. O se es puntual, o no. A las siete y cuarto hay puntualidad; a las siete y dieciséis, ¡el infierno! Si se temen incidentes, se levanta uno media hora más temprano. Pero lo cierto es, querida mía, que no te decides a dejar la cama. Te despierto a las seis y cuarto, y para más seguridad, te vuelvo a llamar a las seis y media; pero si por tercera vez y para mayor seguridad, entro de nuevo en tu dormitorio un cuarto de hora después, ¡te encuentras en la misma posición! Como es natural, en estas circunstancias un peine escondido puede quebrantar la organización del mundo y estropearme todo el trabajo del día. ¡Conmigo no valen los incidentes! ¡Desde todos los puntos de vista, la única hora puntual es la de las siete y cuarto!

Pero esta mañana de mi primer día de trabajo tengo suerte; hacia las siete y cuatro minutos aparece Joaquín en la cocina; lavado y vestido, golpea con ruido la tapadera del cubo de la basura y de cuando en cuando saca la cabeza ante mí para seducirme y que hagamos juntos una visita al establo. Estas cortas visitas las aprovecha para dejar restos de manzanas debajo del aparato de radio o para esconder zanahorias detrás de mis libros. No tengo tiempo; no le puedo acompañar al establo; debo mirar el reloj para saber si a las siete y cuarto...

A las siete y nueve aparece Mosquita, con alpargatas y con la cinta del pelo en la mano. Le riño para que no se me presente de aquel modo y la envío a las muchachas para que le den el desayuno. A las siete y trece se vuelve a presentar, esta vez satisfecha, para que yo la contemple.

A las siete y catorce aparece Suse y el mal humor que se me empezaba a despertar se extingue en el acto. Nos desayunaremos puntualmente, y reanudaré la tarea... ¡Qué día más feliz al empezar mi nueva obra!

— ¡Así, pues, empiezas hoy tu trabajo! — dice Suse, yal mismo tiempo prepara para Joaquín una rebanada de pan untada con miel.

— ¡Pues claro! — contesto con brevedad, para librarme de más preguntas. No se me escapa ni una sola palabra referente a las dos terceras partes de mi tarea diaria que ya he realizado.

— Mosquita tiene que ir a la escuela, y Joaquín irá a la aldea en compañía de la señora Vogler — diesSuse—. Así, pues, los niños no te molestarán, y nosotros nos esforzaremos en no hacer ruido, ¿verdad?

Todos dan su conformidad.

— Muy bien — contesto, de muy buen humor—. Me parece que hoy irá todo bien. Me encuentro en forma excelente.

A continuación vuelvo a reanudar mi trabajo. Como es natural, no puedo pensarse que sólo tenga que escribir dos páginas. Terminaría a las nueve y media y me habría puesto en ridículo. Tantas precauciones por una hora de trabajo! No, el felicísimo día de hoy debo aprovecharlo para adelantar y tener trabajo de reserva. En el transcurso de la semana podría ocurrir algo, una visita, cualquier tropiezo en el establo, o un viaje a Bergfeld. Es difícil recuperar el trabajo, pero en cambio es fácil adelantarlo.

No podrán tenerse en cuenta las seis páginas que me había impuesto de tarea diaria. En seis días de trabajo a la semana sólo obtendría unas treinta y seis páginas, por que el domingo hay que dejarlo para descansar, para despachar la correspondencia, para la familia... Con lo que resulta que no queda libre. El número treinta y seis es un número terriblemente desgarbado; cuarenta suena mejor, aunque sigue representando un trabajo semanal bastante irrisorio. Recuerdo días en los que he llegado a escribir hasta veinte páginas. Así, pues, cuarenta páginas a la semana significa que durante cuatro días habré de escribir siete, y los otros dos seis. Cincuenta es, según mi lógica, un número más bonito, un número redondo; pero vuelvo a decirme con firmeza que en este trabajo no me acaloraré. Si no recuerdo mal, una cosa parecida he prometido a Suse...

¡Pero dejemos de momento estos cálculos! ¡Veremos lo que hoy escribiré I Es siempre peligroso — pero esto no lo comprende Suse— empezar la tarea con un pequeño resultado. En este caso, todos los días hay que entrar en calor para ponerse a escribir, y sólo al llegar a la tercera o cuarta página se siente uno con la pluma ágil. Entonces no se puede interrumpir de improviso, y dejar que se pierda el fuego que sentimos arder. ¡Es preciso seguir escribiendo un poquito más! No nos podemos parar en medio de una descripción, ni interrumpir un diálogo... Pero no se puede hablar a Suse de estas cosas; ella siempre tiene miedo de que trabaje con exceso. ¡Trabajar yo con exceso, cuando me siento tan despejado!

Hacia las diez y media termino, sólo porque he de ir a pasear con el perro. El perro también tiene sus derechos: un animal tan grande no puede permanecer siempre en el patio. Es un deber que me obliga. A esta hora he escrito ya nueve páginas; un principio bastante satisfactorio.

Salgo de paseo, almuerzo a mediodía, me acuesto para dormir.., y por cierto que para esta santa siesta, compensación a las pocas horas que duermo por la noche, me meto en la cama de verdad. Hacia las cuatro, cuando bajo, el mundo me parece tonto y aburrido. ¿Qué hacer? ¿Pasear de nuevo? ¡Ni pensarlo! ¿Leer? De día no se lee; se lee de noche, en la cama, para apaciguar las ideas. ¿Trabajar? No tengo nada que hacer. He agotado todo el trabajo. Y con indiferencia digo a Suse:

—Esta mañana todavía no he hecho nada, Subirá un momento; quizá media hora. Cuidarás de que haya un poco de tranquilidad, ¿verdad?

Dos horas después, al bajar de nuevo, ya he escrito doce páginas, ¡la tarea de dos días! Y lo que es mucho más importante: poseo un hermoso « vuelo », para mañana. Mañana empezará mucho mejor que hoy.

El « vuelo » es otra de mis puerilidades, de las que suelo tener todos los días. Al anotar en el calendario del trabajo la tarea diaria, sólo puado temer en cuenta páginas enteras; páginas empezadas no valen; sólo cuentan para el día siguiente. Si en esta página me ha acudido tanta inspiración, tanta que sólo faltan dos o tres líneas para terminarla, resulta que tengo un magnifico « vuelo », para el día siguiente. Sólo tendré que escribir tres minutos para terminar una página. ¡Qué divina idea escribir todos los días las nueve décimas partes de una página además de la tarea impuesta! Qué puerilidad!

Al día siguiente, despierto cuando el reloj señala las seis menos cuarto. A aquella hora, ayer ya había escrito cuatro páginas... ¿De qué me sirvo el pequeño vuelo? Hoy tendré que acalorarme locamente para realizar una tarea juiciosa. ¡Imposible pensar que hoy sólo tendré quo escribir seis u ocho páginas! ¡Qué aspecto tendría el calendario del trabajo, si el segundo día señalara ya una disminución! De una novela en la que el autor no se sintiera dueño de sí, nunca podría esperarse nada juicioso. Adelante, pues, querido! ¡Y desde mañana pondremos el despertador a las cuatro!

Y ya estoy perdido; ya sé qua la agitación se apoderará de mí como en cada uno de mis libros. Calculo la tarea diaria en doce páginas, y luego voy aumentando, porque resulte que setenta y dos como trabajo semanal es también un número desgarbado. Setenta y cinco es mucho mejor, pero ochenta sería preferible.

Pasada una semana, empiezan a atormentarme los dolores de cabeza que siempre me asaltan cuando trabajo, al principio flojos, y después pesados. El sueño es cada vez más ligero y corto; a un ritmo ininterrumpido, el cerebro va tejiendo tela para catorce páginas. En catorce páginas suceden muchas cosas.

Entonces intento frenar. No quiero caer enfermo, separarme del mundo; no quiero que me lleven de nuevo a un sanatorio, por estar excitadísimo, por no poder casi dormir. Y durante unos días lo consigo: trabajo menos.

¡Pero, a continuación, la obsesión de los fumaros se apodera nuevamente de mí! ¡Dios mío, la semana pasada escribí ochenta páginas, y ésta sólo cincuenta! Nunca terminaré si sigo holgazaneando. Hace tiempo que se ha puesto de manifiesto que no se trata de una novelita, sino de toda una novela. Tendré que perseverar en el ritmo tomado en los últimos días hasta que termine. ¡Cuanto más despacio vaya, más se prolongara este tormento! Lo que interesa es terminar lo más pronto posible. Después reposaré. por mí, aunque sea un año, no me importa.

Y me pongo a correr, página tras página, abatido por los dolores de cabeza, casi sin dormir, propenso así a súbitos y terribles estallidos de ira, estallidos a causa de una puerta que se cierra con ruido, de sin ladrido del perro, de una bagatela. ¡Hasta que termino!

Sería muy mal narrador si, a estas alturas, no hubiera conseguido que el lector comprendiera que me muevo bajo la presión de una premura. Desde el momento que me siento a escribir la primera página, ya estoy perdido. ¡Sólo manda la violencia! Tengo que escribir tanto como me ordena la premura, tanto si puedo como si no puedo, tanto si me pongo enfermo como si no. Todas las promesas no sirven para nada… ¡debo escribir! Para eso estoy en el mundo, para trabajar, para escribir; no me ha sido concedida otra cosa; estoy condenado a escribir, y es la única gracia con que me han favorecido.

Años y años he sufrido los dictados de esta premura, y no lo comprendo. Soy un hombre que teme a los demás, que sigue una vida solitaria en el campo, y que no mantiene trato alguno con los otros escritores. No sé si alguno de ellos trabaja como yo. Por todo cuanto ha llegado a mis oídos y cuanto he leído, no creo que se dé un caso parecido al mío.

Centenares de veces he reflexionado acerca de lo que me agita de tal modo. ¿Es a preocupación del dinero? Si en un tiempo me dio mucho que pensar, como ya lo he dejado escrito, esa preocupación ha pasado ya. Mi editor tiene siempre dos o tres manuscritos que esperan la publicación. En un año no puede imprimir tres « Falladas »; aun sin que los publique, gano como muchos escritores. Por lo tanto, no se trata del dinero.

¿O es que temo que la inspiración pueda desaparecer, y que estoy obligado a aprovechar las horas felices que aún me quedan para terminar la obra, que de lo contrario que daría sólo como un busto? Hubo un tiempo que creía que ésta era la razón; pero, por experiencia, desde hace varios anos, sé que, mientras trabajo, el hilo de la inspiración no se corta nunca. Nunca he dejado un libro a medio acabar porque me haya faltado el aliento. No, a este respecto podría seguir escribiendo con toda tranquilidad.

¿O será que temo caer enfermo antes de terminar la última página? ¡Qué tortura volver a emprender la redacción de un libro después de una pausa, por corta que sea; volver a sentir el fuego de la inspiración! No sé si podría sentirme feliz después de una pausa muy larga... Lo que sé es que todavía no he desmayado nunca mientras escribo, antes de llegar a la última página. He escrito con el trancazo, y con un terrible dolor de mandíbulas he seguido llenando páginas, sin dejar de cumplir con mi tarea diaria. Me he visto obligado a ir a Berlín en automóvil para que me hicieran una intervención en la mandíbula; he regresado inmediatamente y he escrito la tarea impuesta. ¡La premura me acosaba!

¡Esta vida es una aventura maravillosa! A pesar de todo, es magnífico inclinarse sobre el papel y escribir a propósito de los mayores milagros, de las personas, y a veces de uno mismo. Sentir en el cerebro y en el corazón fuerzas ocultas que toman cuerpo, que empiezan a moreras y a hablar, hombres como tú y como yo, y que, sin embargo, nunca han vivido... ¡Magnífico!

Es una merced, un regalo de las dioses… y nada es más verdadero que la afirmación de que los dioses no dan nada gratuitamente. Hay que pagar un precio determinado por toda felicidad... ¿Por qué no por ésta? Yo no querría poseer ninguna otra felicidad, no querría cambiarme por nadie, y no querría trabajar en nada más...

Tengo cincuenta años, y todo se suaviza. Ya no escribo veinticinco páginas diarias, como aún las escribía hace cinco años. Ya no me enfurezco can tanta brusquedad. Mi sueño no es soberbio, pero sí suficiente. Sigue actuando la premura sobre mí, pero se ha vuelto más suave. Esta mañana he prometido salir también con el perro al bosque, para averiguar si en esta fría primavera ya hay colmenillas. Pero ayer escribí ocho páginas durante la mañana, y, por lo tanto, tendré que escribir otras ocho en el día de hoy. Si, por esta razón, no voy al bosque, porque no me sobra tiempo, ¡peor para mí! La premura hace su aparición, no tan exigente como antaño, pero igualmente implacable.

Cinco minutos antes de dar las diez he terminado la octava página: aún podré ir al bosque. Dejo la pluma...

De regreso, tengo que declarar que no hay aún colmenillas, a pesar de que estamos ya en el 5 de mayo. No he podido ver nada verde en el bosque y ni un ápice de hierba en el desmonte. Poro me he sentido feliz al moverme de nueve en aquellos parajes, aunque no haya colmenillas. En lo alto soplaba el viento frío y agitaba las copes de los pinos; abajo, donde yo buscaba, reinaba la tranquilidad y casi se sentía calor.

« Brumbusch », que por segunda vez penetraba en el bosque, se había libertado de la cadena, y por todas partes olfateaba novedades. Ha regresado a casa de muy mala gana y yo también, aunque en casa me esperaba el papel. ¡Era tan hermoso el bosque! ¡Y no he encontrado ni una sola persona! Hace ya tres o cuatro días dije a Suse:

— ¡No lo puedo remediar! Había pensado escribir un librito, y ya me resulta mamotreto. ¡Aún tendré que escribir muchas páginas!

Suse me escuchó con interés, pero sin pronunciar una sola palabra. Sabe que puede tomar interés en mis cosas, pero que no debe opinar en voz alta.

De pronto, en mitad de la tarea, alborea en mí la idea de que el n está cerca. El tema se ha terminado. Todo cuanto se me ocurre, las escenas que pienso ya no son necesarias, la novela se ha redondeado. Está a punto de terminarse.

Dejo la pluma después de haber escrito la palabra « Fin » debajo del texto. Me asalte un ligero sentimiento al notar que el manuscrito sólo consta de seiscientas setenta y ocho páginas. ¡Setecientas hubiera sido mejor! Pero ya no hay remedio; se ha terminado.

Coloco en su sitio las últimas páginas y sopeso el manuscrito. « Muy bien », pienso, satisfecho y cansado. « Esto se tendrá que copiar... con el tiempo. » En la hoja del título escribo la fecha del día en la línea del « Terminado », y a continuación recojo las cosas y vuelvo a la planta baja.

— ¿Dónde está mi mujer? —pregunte a las muchachas.

— En la habitación de los niños —me contestan—. Está arreglando a Joaquín.

Me dirijo a la habitación de los niños. Al verme, Suse me mira medio asustada,. Joaquín da vueltas en su silla giratoria y grita de placer.

— ¿Qué pasa, muchacho?— pregunta Suse —. ¿Te ha molestado alguien?

—No, no — digo para tranquilizarla —. He terminado... Sencillamente, que he terminado...

Me mira, y observo que surge la luz en sus ojos. Me estrecha rápidamente la mano.

— ¡Te felicito! — exclama sonriendo —. ¡Has ido muy de prisa! Habías dicho que aún tenías trabajo para un par de semanas...

— Sí, muy de prisa... — contesto y, por un momento, pienso en el largo camino recorrido, en todos los esfuerzos, en la lucha excitante de cada día; pero no admito conversaciones a este respecto.

Permanezco allí algún tiempo, viendo como Suse se dedica a los ejercicios gimnásticos de Joaquín. Lo coge de las piernas y lo balances como un grueso péndulo de reloj. Entonces, impulsado por la alegría que hoy siento, hago una animadora observación:

— Sí, Suse ya he vuelto a terminar. Si me muriese ahora, os quedaría para vivir durante una larga temporada. En caso necesario, tú misma podrías descifrar mi manuscrito.

— ¡No digas tonterías! —exclama Suse, riendo, pues conoce muy bien a su marido —. ¡Me parece que bailarás una « Krakowiak » encima de mi tumba y te casarás con una jovencita!

— ¡Claro!... Y siempre has dicho que si uno de nosotros muere antes, el otro venderá la biblioteca.

Nos echamos a reír, pero en seguida añadí con toda seriedad:

— Suse, di a las muchachas que si pasa algo, un incendio o algo por el estilo, el manuscrito está en el cajón superior de la cómoda amarilla de mi habitación. Por mí se puedo quemar la casa, pero el manuscrito se ha de salvar.

— ¡No te atormentes con esas preocupaciones! — me ruega Suse.

— ¡Claro que no! No lo pienso en serio; pero dilo a las muchachas.

—Lo diré; no tengas miedo.

—Aunque, en tal caso, no creo que nadie pueda pensar en ello — aclaro yo como si me hubiera encontrado en más de un incendio—. Tal como ahora lo he dejado, nunca más podría volverlo a escribir, ni por todo el oro del mundo. ¡Estaría irremediablemente perdido, Suse!

Suse decide callar, porque de lo contrario, yo seguiría imaginando catástrofes. No obstante, me abandona esta preocupación, y pienso entonces en las copias que necesito, en los diversos ejemplares que tendré que enviar a las distintas direcciones... Sólo entonces podré respirar tranquilado, cuando la obra haya salido de la casa. Pero hasta aquel momento falta aún un largo camino!

— ¿Quieres pasarlo a máquina en seguida?—pregunta Suse.

Pero esta pregunta va demasiado lejos; es una intromisión en mi reservado santuario. Casi parece un interrogatorio del juez instructor.

— No lo sé — contestó con brevedad—. ¡No tengo la menor idea!

Y con cara hosca salgo de la habitación de los niños.

Doy vueltas por la casa, sin rumbo fijo, y lo mismo por el patio y por el huerto. Me detengo un rato con los hombres, basta cruzo con ellos algunas palabras. Después sigo adelante y llego hasta la casita de las abejas, las cuales vuelan muy alto, contentísimas; mis doce enjambres se presentan muy animados. Nada hay que hacer con ellas. Pero es que en este preciso instante no sé qué hacer. ¡Qué sensación más cómica encontrarme en mitad de la luz del día sin tener nada que hacer! Yo, que durante semanas y meses me he acalorado, que pasaba de un trabajo a otro, avariento de un solo minuto, ahora estoy parado y sin hacer nada! ¡Y este día de vacaciones es terriblemente largo! ¿Y si esta misma tarde empezara a colocar el papel carbón entre las hojas, limpiare la máquina de escribir y mañana mismo volviera a teclear?

¡Pero, no; no debo hacerlo! ¡No está bien! ¡Debo concederme un pequeño descanso, y sobre todo he de aprender a dormir de nuevo! En los últimos tiempos el sueño era más que mediocre: dos o tres horas; no hay bastante. Esta noche permaneceré algunas horas en la bañera, completamente tranquilo y en agua caliente, para reposar y sentir la sensación de considerarme apto de nuevo para el trabajo. ¡Ya he terminado!

Esto me irá bien, siempre me ha ido bien (aunque algunas veces he de reconocer que no.) Y doy vueltas todo el día, nervioso por mi inactividad, pero afortunadamente feliz por la obra terminada. Al anochecer, me meto en la bañera, aunque me será difícil estarme quieto dos horas. Luego doy las buenas noches a Suse.

— ¿Aún te quedas levantada? Está bien; pero alguna vez deberías acostarte temprano; te convendría. Me parece que hoy dormirá como un lirón; estoy muerto de cansancio.

Me acuesto; leo todavía una horita, y ya no pienso en la novela que he escrito. Apago la luz, y apenas reina la oscuridad me encuentro ya muy lejos.

Poco después me despierto bruscamente con una sacudida, como si una mano me hubiese dado un empujón. Abro lo ojos y me rodean las tinieblas; me siento desprovisto de toda conciencia; pero a lo pocos segundos estoy ya desvelado: ni pizca de sueño. Enciendo la luz, ¡y el reloj marca la una y media de la madrugada! ¡He dormido dos horas y media...!

Estoy desesperado. ¡Dios mío!, ¿qué hacer? ¡Si se me ha terminado el trabajo! Faltan casi doce horas para que vuelva a acostarme para la siesta. ¡No puedo pasar doce horas dando vueltas sin hacer nada! Y no debo trabajar. No puedo trabajar, he de reposar, dormir, dormir profundamente... ¡Pero estoy del todo despierto!

Y se comprende; en los últimos tiempos siempre estaba despierto a esta hora, pero entonces era natural, porque podía dirigirme al trabajo. Pero ahora... ¿por qué despertarme tan temprano? De pronto se me ocurre pensar que esta hora de las dos y las tres de la madrugada es la hora de la desesperación, la hora del suicidio. Hasta este momento nunca se me había ocurrido. A esta hora no se le puede ocurrir a uno ningún pensamiento alegre; me ha abandonado todo buen humor, los reproches y remordimientos me atormentan. ¡Que yo haya hecho eso! ¡Que dejara de hacer aquello! ¡Qué diferente hubiera transcurrido mi vida si...!

No, no puedo estar en la cama. Descenderé a la planta baja, me prepararé una tacita de café, conectaré la radio muy bajito, intentaré leer... Quizás encienda el calentador y me mete en la bañera otra vez, para que esta vieja cabeza se sienta por fin cansada.

Así, pues, envuelto en el albornoz, baja las escaleras para prepararme el café. Lo primero que advierto es que el tornillo regulador del molinillo está flojo. Como es natural, el molinillo gira con mayor ligereza, pero el café gordo no da todo su aroma. ¡Está visto quo gano el dinero con mucha facilidad, como el heno! ¡Ya podríamos tirarlo como el café!

La amargura me corroe el corazón. ¡Lo comprendo: mientras trabajo, las muchachas se echan a perder! Suse es demasiado buena. Sólo en casos de extrema necesidad se atreve a decir algo. Aprovecharé estas horas de la madrugada para revisar a conciencia la casa. ¡A la hora del desayuno las pondré al corriente!

« ¡Cuidadito! », me digo, aconsejándome a mí mismo. « ¡Cuidadito! Estás muy excitado. Déjalo. Querrías prepararte el café y leer. No provoques violencias, porque disgustarías a Suse… »

Pero tercamente me digo que se trata de mí. ¡Esto no puede continuar! ¡Suse tiene que saberlo! Veo una manzana mordida... ¿Qué significa eso? Una manzana, o se come o no se come. ¡No puede aceptarse una tercera situación! Se ven huellas de dedos en la nevera. ¡Detrás del calentador del baño descubro una telaraña! ¡Nada está en orden, toda la casa rota y destrozada cuando yo no la gobierno¡Todo es despilfarro y negligencia!

Después de refunfuñar media hora, buscando las huellas de los destrozos, me doy cuenta de que aun no son las dos y media... Y aunque estoy dominado por el furor, comprendo que no voy a sacar de la cama a las muchachas por haber encontrado una manzana mordida.

Me decido, pues, por mi primitivo programa, y me hago una tacita de café, tan espeso, que la cucharita ni se mueve dentro. (¡Nos hallamos en tiempos de paz!) Mientras estoy atareado con la cocción y el filtrado, me viene la idea salvadora: ¡un soporífero! ¡Debo tomar un soporífero! Y, sin embargo, por experiencia de muchos años, sé que cuando me encuentro en este estado, los más activos soporíferos no hacen más que entristecerme y excitarme más aún. Y sé también que las tres de la madrugada no es la hora más a propósito para tomar un soporífero, sin contar con la combinación café y soporífero podría irme bastante mal.

Pero, testarudo como un estúpido, bebo la primera tacita de café y de puntillas, llego al dormitorio de Suse. No sabría decir por qué voy de puntillas, por qué he de encender la luz y despertar a Suse. Es ella quien tiene la llave del botiquín, por la sencilla razón de que, a veces, el esposo de Suse se comporta como un idiota y llega a devorar diez tabletas de una sola vez, creyendo que do esta manera dormirá más pronto.

Suse dormita con sueño feliz, y me percato de que es una grosería estorbar su sueño. ¡Qué envidia contemplar un sueño tan firme y profundo! ¡Es incomprensible que se pueda dormir de este modo!

— Oye, Suse...

Una pausa y sigue el sueño.

— Escucha, Suse...

Nada, nada más que una poderosa respiración.

— Por favor, Suse...

¡Ni por pienso! Le sacudo la espalda.

— Pero, Suse ¡despierta de una vez! Hace media hora que estoy aquí.

Dormida todavía, me contesta:

— ¿Sí...? ¿Qué pasa...?

— Que no puedo dormir, Suse ¿Me querrías dar un soporífero?

— ¿Qué pasa...? ¿Ha gritado Joaquín?

Y yo, con vos más fuerte

— ¡No! ¡Despierta de una vez! Pero ¿cómo se puede dormir así? ¡Yo querría un soporífero!

Suse mira el reloj.

— ¡Las dos y media! ¿Y ahora quieres un soporífero? ¡Demasiado tarde! Métete en el baño; espera, encenderé el fuego en seguida. En quince minutos se calienta.

La discusión se alarga entre Suse y yo. Por mi parte, estoy cada vez más excitado, y ella demuestra una paciencia infinita. Intenta convencerme de que el soporífero no me hará efecto; todo lo contrario. También lo sé; pero quiero un soporífero. Quizá me ayude. Dicen los rusos que, cuando Dios quiero, una escobe también dispara.

No hay que decir que logro vencer la resistencia de mi dulce esposa y me acuesto otra vez con un soporífero en el estómago, pero me llevo también la cafetera. La hora y media siguiente es bastante soportable, y la paso leyendo un libro. Hacia las cuatro y media decido apagar la luz y dormir.

Pero es imposible. Cada vez más enfurecido, doy vueltas y más vueltas. ¡Este es el precio de la diligencia! Laborioso como un niño modelo, durante meses he hecho mis trabajos escolares, día por día... ¡y este ha sido el premio! Un mundo extraordinario y fantásticamente establecido. Tengo colegas que se sientan ante la máquina de escribir y redactan una novela como un estudio para piano. Pero de mí dependen una mujer y tres hijos sin medios de subsistencia...

Me hundo en estas tristísimas consideraciones acerca de de mi destino injusto y desdichado. Estas consideraciones son tan benéficas que hasta me entra un poquito de sueño. ¡Ruuum! ¡La criada baja la escalera! (Es verdad que baja descalza, pero en su lugar, si yo tuviera un patrón que no puede dormir, iría mucho más despacio.) ¡Esperad, hoy os arreglaré! ¡Manzanas mordidas, huellas de dedos en la nevera y telarañas detrás del calentador del baño! Me despiertan de nuevo. Me visto. ¡Vais a ver...!

Y basta ya. He puesto demasiado a prueba la paciencia del que me lee con este relato desconsolador. El final de la canción está en que Suse, con su inagotable paciencia, me hace entrar en razón, o me mete en un sanatorio, porque resulta que soy insoportable para los miembros de mi casa y para mí mismo.

Llega un día en que ya me siente por completo restablecido. Ya está terminada la redacción, no me molesta La labor de mecanógrafo a la que ahora me dedico no me apremia mucho. Ni que decir que, como buen pedante, también

me he trazado una tarea diaria; pero habría mucho que hablar, y es fácil de suspender... Aún pasarán algunas semanas antes que lean la obra en la editorial, muchas más antes que llegue a manos de los lectores.

Por la mañana, a primera hora, repaso al manuscrito, corrijo, mejoro, afino el estilo. Durante el día lo paso a máquina, y al anochecer examino lo hecho para cazar las faltas que se hayan deslizado en cuatro o cinco ejemplares.

De una manera regular, Suse recibe todos los días unas veinte o treinta páginas que deberá leer. Hasta ahora no entra en relación con lo que me ha ocupado durante meses enteros. Lee el nuevo libro con una libretita y un lápiz en la mano, y se dispone a cazar faltas que se me han escapado.De este modo anota: « Página 67, línea cinco, a partir de arriba: no probabelmente, sino probablemente ». Ella misma podría corregir las faltas, pero como se trata de cuatro o cinco ejemplares, en los que se deben hacer las correcciones, este circunstanciado camino es necesario.

Debo reconocer que Suse es un sabueso insuperable para encontrar incongruencias. Si en la página 63 se lee « una colcha de color de rosa », y en la página 698 se indica que es roja..., Suse descubre siempre el cambio de color. Tales faltas, que, llevado del fervor, me han pasado por alto, disgustan al lector, y tiene éste toda la razón para disgustarse con el autor. ¡Un trabajo descuidado no debe permitirse en ninguna profesión!

A continuación, vuelve a mis manos el manuscrito con las notas de Suse, y de nuevo lo corrijo, lo leo, compulso las alteraciones que ella también propone.

Hasta este momento mantengo con el libro una relación bastante afectuosa, y no dejo de ver sus puntos débiles y sus faltas; y en determinados párrafos siento una sensación de flojedad, que día tras día me atormente, mientras saco las copias. Puedo mejorar muchas cosas, pero muchas faltas son de tal categoría, que no ee pueden corregir. Yacen en el plan de la obra con el carácter de los héroes... Se tendría que escribir otro libro acerca del mismo tema. ¡Y no se puede, porque el tema está agotado!

Pero ahora cambia la situación con respecto al propio hijo. Es necesario reflexionar en lo siguiente: 1, redacción. 2, pulir. 3, copias. 4, primera corrección de las copias. 5, segunda corrección de las copias... ¿Hemos terminado? ¡Ni pensarlo! El manuscrito sale ahora hacia la editorial, y también ésta hace sus proposiciones. Va luego a un periódico determinado, y los señores de los periódicos están dispuestos a publicar la novela. Pero se tendría que acortar, y resulta que esta o aquella escena es demasiado cruda para un gran círculo de lectores, todos de una edad avanzada y que ocupan puestos de responsabilidad. Así, pues: 6. alteraciones de la editorial. 7, alteraciones de la revista.

¿Hemos terminado ya con esta pobre novela? ¡Quía! Ahora el libro se lleva a la imprenta, y el autor recibe las galeradas: 8, corrección de pruebas. 9, compaginación. Y este último es un trabajo que se debe hacer con mucho cuidado y exige observar atentamente palabra por palabra, porque con razón se desprecian los libros en que se encuentran faltas tipográficas.

Mientras dura este período, con tantas correcciones he de poner toda mi atención para concentrarme en el texto, y me resulta muy difícil, porque sé de memoria cada frase; estoy enterado de lo que sucederá en el párrafo siguiente, en la página siguiente... ¡El libro me aflige! Aquello es ya papel sin vida. No lo odio, pero me es indiferente. Está muerto y enterrado bajo los nueve estratos sucesivos de reajustes.

¿Se comprende ahora por qué no quiero ver ni oír nada acerca de mis primeros libros? Están ya olvidados! Los olvido por completo; nunca he podido lograr leer de nuevo una sola línea de algún libro mío publicado ya. Nunca abro esos libros, y los olvido hasta el punto, que me veo obligado a preguntar a Suse:

— Oye, dime, ¿he contado esta historia en algún sitio?

No lo sé; realmente no lo se.

Por esta razón me es imposible leer las criticas de mis libros, sean elogiosas o no. De esto se encarga Suse, de apartar del correo las críticas que me envían y de echarlas al fuego. ¿Por qué pensar en muertos? Cuando sale el libro, cuando escriben acerca de él los gacetilleros, hace ya tiempo que estoy ocupado en otro. El viejo libro no estaba mal; pero éste, éste que ahora me ocupa, ¡éste será bueno! No me vengas con viejas historias, Suse...

Pero, como es natural, resulta difícil no leer más que las cartas. Yo sé muy bien la resolución que toman la mayoría de los lectores para sentarse y expresar por escrito la alegría o indignación que les ha causado la lectura del ultimo libro de un escritor extraño. Es mucho más fácil dejarse llevar por la indignación. No se está satisfecho del libro, en cierto modo se comparte el sentimiento del escritor y se dice que ha alabado las situaciones falsas. Además, los que se indignan, por regla general, no exigen ninguna respuesta; sencillamente han querido expresar su opinión...

Pero ¿qué hay que hacer con los que muestran su alegría, los que expresan que el libro les ha gustado mucho? No tienen culpa alguna de que para mí haga tiempo que la novela está muerta. Han recibido una alegría, y ellos han querido proporcionar otra.

— Suse — digo un día ante el montón del correo—, verdaderamente es terrible el montón de cartas que han llegado hoy. Me parece que pronto voy a organizar todo un despacho. A juzgar por estas cartas, quizás el último libro no fuera malo del todo. Parece que ha gustado.

— ¡Siempre figuraciones tuyas! — contesta Suse—. ¡Pues claro que el libro era bueno! Y es natural que el libro haya gastado.

— Está bien — acepto, y procuro frenar un poco el entusiasmo de mi esposa —; pero siempre se encuentra alguien en este mundo que come a gusto el arroz con leche sazonado con arenques y frambuesas —. Y ante un movimiento iracundo de Suse, añado —; Quiero decir... Bueno, en todo caso estas cartas son beneficiosas, porque me impulsan a que en la próxima novela me esfuerce de una manera especial. No se suele creer, pero los lectores se fijan en toda clase de pormenores.

— ¡Cielo santo!—exclama Suse, aterrorizada—. No pensarás ya en tu próxima novela. ¡Esta vez habías asegurado que querías hacer una pausa de tres meses!

Y ahora podríamos volver a empezar este capítulo desde el principio. Pero no lo haremos, porque ya sabemos lo que seguiría. Sólo el autor no lo sabe, y tampoco lo aprende. ¡Eternamente cree en la apacible tarea de seis páginas diarias!